Once minutos y un suicidio

La historia con este libro es agridulce; amarga será para aquellos seguidores de Coelho pues no es escritor de mis afectos. Desde que empezó a venderse en los supermercados y luego le pusieron de compañero de estante a Risso, y lo citaban las vecinas del conjunto como guía para una vida afortunada, algo en mí hizo tick, ese tick que me alerta de la gente de la cual debo huir.

De visita dónde mis abuelos ví un libro con fondo verde pálido y unas rosas, en letras tímidas decía “once minutos”, creo que no ví su autor, y no creo tener que hacerlo, pero ¿por qué no? no conozco la obra de Coelho. Lo abrí y leí el prologo o prefacio, escrito por el mismo: Una breve historia de cómo le preocupaba el libro por ahí en manos de sus lectores y una especie de disculpa por el libro. Empezó a interesarme. Me atrae la gente que sabe que debe pedir disculpas sólo por existir. Luego una frase de la biblia; punto en contra, no era buena; luego el inicio del libro es impactante. Hay incluso colecciones de primeras frases dónde creo que esta puede tener un buen lugar:

“Erase una vez una prostituta llamada Maria…”

Acto seguido el lector, notoriamente afectado por lo que se venía, hace una aclaración y al final del párrafo repite:

“Erase una vez una prostituta llamada Maria…”

Y desde ahí el libro es una buena historia, narrada con una soltura, que espero la traducción no haya exagerado, que atrapa. vas en el bus y no sabes si Maria al fin se largó a Europa o no, sacas el libro, lees durante las aceleradas del bus, temes por tus ojos pero no importa, Maria esta jodida y perdida en las calles de Ginebra en una típica red de trata de blancas. El tema es por tanto algo trillado, tal vez no en la literatura, pero si en periódicos, revistas, cine, televisión y consejos de mamá.

La historia es como he dicho fascinante. Esta puta se enamora perdidamente. Esta puta es capaz de mostrarle a uno la forma en que es capaz de amar una mujer que tiene un trabajo con el que subsiste; repito con otras palabras, no estoy a gusto: Es tan real la narración que se olvida uno de que María es una puta, (afortunadamente) y comprende que es una persona, trabajadora, con sueños, con objetivos, con mala suerte y con buena suerte, que es capaz de estar en la cama por once minutos, o por toda una vida.

Siempre le huí a los libros de Coelho. Considero que los libros de superación personal sólo le sirven al que los vende; se enriquece a costillas de la ilusión de hallar en 100 páginas los secretos de un éxito tan palpable como el libro mismo, que tienen todos los lectores de los mismos. De resto, la superación va por dentro, cada quien debe matar las pulgas como bien pueda. Pero Once minutos fue una novela normal, una buena historia, una mujer para enamorarse, un final raro como predecible por aquello de la diferencia de verse diferente y no una clase de cómo tener éxito. Por eso lo leí, no tardé más de 5 días en eso; por eso comprendo la disculpa del autor al comienzo del libro, por primera vez les daba una historia, de la que se puede aprender sin que le estén enseñando a uno.

Once minutos abrió la ventana de la duda, seguí con Veronika Decide Morir. Lo terminé por que lo empecé y me hastié de nuevo, de sentirme en cátedra aprendiendo a vivir y me alejé finalmente de Coelho.

cuentas sacras, cuentas lacras

I

Cuando te ví por primera vez no te recordé ni te había soñado. Parecías un fragmento olvidado de algún beso, un petalo disecado en medio de un verso. No tenías pasado que recordar ni futuro que añorar.


II

Que no se cuenten con años los besos
todos esos
que aún no te he dado
Ni me obligen a rezar mis pecados
todos esos
que ya he pensado


III

Alguna vez volví a verte.
La noche se consumía
y tu falda hacía jirones mi cordura.
Un sueño milenario te anunció;
siempre sucede
que los sueños, sueños son
y la realidad,
eso es otra cosa
que no respeta oraculos
ni imagenes, ni escrituras.

Espía

Sospecho de esa oficinista, de ese señor 
que acaba de bajar por la escalera interna,
de la dama Lenora que alguien lloraba
mientras un ave vetusta se posaba en Pallas,
sospecho de las sombras del piso de arriba;
del piso de abajo suben los rumores, me siguen,
¡Oh Juan Preciado perdido en la noche de Comala!
Suena el teléfono, llaman de un número tal
preguntan por un señor tal, como si no supieran
que ya no trabajan cuando el mundo agoniza.
Sospecho de ella y ella me odia furiosamente.
Soy un miserable obrero, un gandul, un currito
y ella debe vigilarme, y odiarme por eso
con furia, con terror, casi con odio,
peor aún, con todo el derecho divino.
Su lugar es otro que éste, otro distinto y lejano.
Ésto es una prisión, los barrotes son firmes.
Firmes son los barrotes de mi celda y ella,
o él, ya no sé, me vigilan a cada momento:
cuentan mis pasos, su latencia, su cadencia, 
mi respiración agotada, agitada, moribunda
y ellos cuentan. Suena un timbre de nuevo.
Sé que me observan como ese miserable pájaro,
sé qué quieren, temo que lo logren y pienso
mientras cruzan frente a la celda una vez más,
mientras veo en sus cabezas esa furia, ese odio.
No sé más si es afuera o adentro, si son ellos o yo,
no sé más estos barrotes a quién encierran.
Su odio visceral me dice que a ella, mi locura escupe
mi nombre tres veces contra el cemento húmedo
del piso frio de esta celda, de este encierro
que finalmente nos tiene a los dos, presos,
condenados a morir en esta bóveda, rendidos,
tendidos en el suelo mirándonos, fijamente
sin separarnos un segundo. Esta es la única salida,
la tijera que mata a Damocles, la panacea:
verla de frente, con odio, desnuda, matarla
podrirla lentamente mientras pervivo
mientras sobrevivo a su empresa, 
mientras muero