¡Que viva la música!

Leer libros es un acto naturalmente egoísta o errado, todavía no sé, pero sé que es naturalmente algo mal concebido o mal hecho, eso todavía no lo sé tampoco. Pero sé que me produce repulsión ver a la gente que asegura que lo que ha aprendido leyendo es porque el autor, un tipo al que no conocen, lo quiso así, suprimiendo de tajo todo proceso personal e intimo de aprender.

Los imagino imaginando al autor sentado en un escritorio, a la madrugada, con su lamparita de caperuza plástica verde iluminando su vieja máquina de escribir creando una historia tal que transmita esa lección de vida que ha tenido escrita en una libreta moleskine durante 3 años, o tal vez 5. Esa nota es lo que mis amigos (imaginarlos estúpidos no hace que les falte al respeto ni que reniegue de quererlos) creen que es el fin último de escribir y leer, suprimiendo de nuevo, todo objetivo meramente lúdico, banal, acaso estúpido que se puede esconder tras un libro del calibre de digamos, La Peste, Ulises, On The Road, Lobo Estepario.

Hace unos días alguien me decía que tal o cual no era la idea de un escrito. Yo siempre me vi como un torpe arqueólogo leyendo el Manual de crítica literaria, que me enseñaba a empuñar de un modo u otro la brocha con que develaría esa nota escrita en la moleskine hace 3 o 5 años. Hoy tengo entre mis manos el libro de Andrés Caicedo, ¡Que viva la música! Y me han dado ganas de escribir, ya veré cada cuanto, de cómo me siento leyéndolo, tratando de demostrar la existencia de esa nota, lección de vida.

De primera mano me siento leyendo algo similar a “En el Camino” de Kerouac; tal vez Andrés lo leyó: un libro ágil, bien escrito (o traducido) que se pega a tus manos y cuando menos te das cuenta, llevas 30 páginas leídas. Y también han venido algunas imágenes de D, que me ha prestado el libro y que de vez en cuando me discute muy tiernamente de lo que leo y entiendo, y me encanta; otras veces recuerda que yo tengo unas mil páginas de su biblioteca y me llama para ver si he hecho buen uso de ellas. Y me acuerdo de otras cosas.

Me he acordado de mucha gente y no sé por qué. De gente que he conocido en los últimos 18 meses, 24. A veces voy por una calle de cualquier lado y veo algo, una pulsera, una mochila, un carro, un libro que me recuerda a alguien y lo compro para esa persona. Ahora siento como si todos ellos hubieran logrado que este libro llegara a mis manos para que entienda de una buena vez por qué todos ellos usan ciertas frases o hacen ciertos gestos o asienten ante las mismas frases del mismo modo; porque todos tal vez han leído este libro que yo hasta ahora, con 29 años, empiezo a leer.

Seguirá así de ágil, no le auguro más de una semana y como tengo la rodilla desverijada por un infame, seguro tendré muchas horas de ocio en un bus, para ver por qué la rubita esa es así o asá, o hace las cosas que hace, o se cree ignorante en música y cosas así, cosas que seguro no son importantes todavía para develar el aforismo oculto por el caucho de la moleskine. Alguien decía que el escritor crea sus precursores, tal vez eso sí es cierto, así como el lector crea sus lecciones.

A D