Sospecho de esa oficinista, de ese señor
que acaba de bajar por la escalera interna,
de la dama Lenora que alguien lloraba
mientras un ave vetusta se posaba en Pallas,
sospecho de las sombras del piso de arriba;
del piso de abajo suben los rumores, me siguen,
¡Oh Juan Preciado perdido en la noche de Comala!
Suena el teléfono, llaman de un número tal
preguntan por un señor tal, como si no supieran
que ya no trabajan cuando el mundo agoniza.
Sospecho de ella y ella me odia furiosamente.
Soy un miserable obrero, un gandul, un currito
y ella debe vigilarme, y odiarme por eso
con furia, con terror, casi con odio,
peor aún, con todo el derecho divino.
Su lugar es otro que éste, otro distinto y lejano.
Ésto es una prisión, los barrotes son firmes.
Firmes son los barrotes de mi celda y ella,
o él, ya no sé, me vigilan a cada momento:
cuentan mis pasos, su latencia, su cadencia,
mi respiración agotada, agitada, moribunda
y ellos cuentan. Suena un timbre de nuevo.
Sé que me observan como ese miserable pájaro,
sé qué quieren, temo que lo logren y pienso
mientras cruzan frente a la celda una vez más,
mientras veo en sus cabezas esa furia, ese odio.
No sé más si es afuera o adentro, si son ellos o yo,
no sé más estos barrotes a quién encierran.
Su odio visceral me dice que a ella, mi locura escupe
mi nombre tres veces contra el cemento húmedo
del piso frio de esta celda, de este encierro
que finalmente nos tiene a los dos, presos,
condenados a morir en esta bóveda, rendidos,
tendidos en el suelo mirándonos, fijamente
sin separarnos un segundo. Esta es la única salida,
la tijera que mata a Damocles, la panacea:
verla de frente, con odio, desnuda, matarla
podrirla lentamente mientras pervivo
mientras sobrevivo a su empresa,
mientras muero
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