Desde que Marcel llegó a mi apartamento, todas las visitas tienen que ver con él. Es extraño pero todavía parece una exótica mascota. Él hace lo propio y husmea, roza, y en ocasiones muerde desprevenidamente a los visitantes. Su presencia entonces introduce el tema de las mascotas y de cómo la mayoría siguen prefiriendo, a dios gracias, a los perros.
El último en venir dijo que tenía un perro. Que no era su culpa. El animal simplemente se había mudado con él y no había sido posible otro desenlace que convivir. Un acto por demás inteligente el del perro que muy humanamente busca mejor vividero, tal vez incluso pasó días buscando opciones, evaluando amos, degustando sazones, midiendo temperaturas. Finalmente ha llegado a casa de este monteriano y se ha establecido, mudado dice su nuevo dueño.
Todos saben que el único propósito de este blog, en materia canina, es demostrar cuan tontos son estos mamíferos, mientras sostengo que ellos tampoco tienen la culpa. Y por supuesto los comparo con los impasibles gatos, pachás absolutos de cualquier manzana de esta ciudad. Tildados por algunos primos como infieles, los gatos no son de ruegos, saben que de sus zarpas nada puede escapar y que, aunque deliciosa, nunca la comida del amo remplazará la jugosa dieta de copetones y ratones a la que se pueden acostumbrar si éste no responde a sus expectativas con rigurosa disciplina. Similares emancipaciones hacemos todos al cambiar el hotel mami por un costoso arriendo lejos de tales mimos, o cuando las parejas deciden partir por rumbos opuestos, o cuando se cambia de trabajo o de oficio. En ningún caso somos infieles, solamente nos emancipamos de a pocos.
Pero acá tenemos a este pobre mamífero, cuya convivencia con el hombre le ha enseñado a menear el rabo y ladrar sonoramente por cualquier limosna, en la forma de un plato de sopa, sobras de carne o a veces el más fino concentrado. No niego que el perro hizo una leve emancipación, tal vez dejó atrás una mala vida, salió a la calle y al ver que no tenía Restaurantes piadosos ni vecinos condescendientes hizo lo que su pobre adaptación al medio le enseñó: menear el rabo y ladrar sonoramente ante mi amigo, visitarle seguido hasta que un día dejo el cepillo de dientes y todos saben bien el significado de ese gesto. Y ahí está el punto de esta nota.
A los 30
A simple vista, no pareciera que papá conoce a mamá. Todo lo contrario. Pero justamente es al revés: se conocen tanto que pueden prescindir de la obvia intimidad. Han vivido juntos más de 30 años. Más tiempo que el que vivieron en sus propias casas, destaca mi madre cada vez que se toca el tema. Eso implica también que yo estoy acercándome a los 30, que ha pasado suficiente tiempo, y que el azar ha jugado un papel casi caprichoso.
Es sospechoso que durante 30 años un hombre o una mujer sigan siendo los mismos tontos enamorados de los primeros meses. Esta perspectiva asegura hoy, que en verdad somos príncipes y princesas hasta que nos dan el primer beso que nos convierte, entre espectaculares chillidos pirotécnicos, en lo que realmente somos: sapos. Y que a partir de ese momento, con especial cuidado tratamos de mantener al sapo en el pantano.
Cada vez que nos distraemos, se deja ver una parte del anfibio como una arruga que lentamente surca una fotografía. Cuando ha pasado tanto tiempo como en mi familia, la perspectiva hacia el pasado apenas deja ver a ese par de príncipes que al cerrar los años 70 decidieron unirse sin motivo aparente con un perfecto desconocido. Lo curioso es que siempre pensamos que debemos conocer al príncipe antes de arriesgarlo todo; pero el azar nos engaña, nos hace creer que el sapo es príncipe y nos da algún empujoncito. En verdad nos obliga a conocernos palmo a palmo durante el tiempo que sea necesario con calma, con cierta timidez. Todo calculado y amañado para que el sapo no salte, para que al pasar 30 años, mi padre escoja el regalo de cumpleaños más raro que haya visto, y mi madre sea por siempre la mujer más feliz que vi.
Es sospechoso que durante 30 años un hombre o una mujer sigan siendo los mismos tontos enamorados de los primeros meses. Esta perspectiva asegura hoy, que en verdad somos príncipes y princesas hasta que nos dan el primer beso que nos convierte, entre espectaculares chillidos pirotécnicos, en lo que realmente somos: sapos. Y que a partir de ese momento, con especial cuidado tratamos de mantener al sapo en el pantano.
Cada vez que nos distraemos, se deja ver una parte del anfibio como una arruga que lentamente surca una fotografía. Cuando ha pasado tanto tiempo como en mi familia, la perspectiva hacia el pasado apenas deja ver a ese par de príncipes que al cerrar los años 70 decidieron unirse sin motivo aparente con un perfecto desconocido. Lo curioso es que siempre pensamos que debemos conocer al príncipe antes de arriesgarlo todo; pero el azar nos engaña, nos hace creer que el sapo es príncipe y nos da algún empujoncito. En verdad nos obliga a conocernos palmo a palmo durante el tiempo que sea necesario con calma, con cierta timidez. Todo calculado y amañado para que el sapo no salte, para que al pasar 30 años, mi padre escoja el regalo de cumpleaños más raro que haya visto, y mi madre sea por siempre la mujer más feliz que vi.
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