Llevo rato sin publicar una coma. No quiere decir que haya abandonado el vicio de leer ni de escribir. No, soy un enfermo de tiempo completo. Pero no quiero publicar todo lo escrito, por bueno o por malo, por horroroso o ripioso; porque no se me antoja. Pero le voy dando vueltas a una charla que tuve con el poeta Jaime García Maffla: Me confesaba que no era un gran lector de innumerables libros, pero que los que tenía, que no podrían ser si no alrededor de una veintena, como leídos en su vida, los había leído y releído hasta el cansancio, que nunca llegaba, de encontrar nuevas cosas cada vez.
Todos debemos tener una biblioteca. Yo empecé a leer, como casi todos los hombres contemporáneos, en el colegio. Un maestro de temperamento demencial me ofreció los primeros libros no infantiles: recuerdo el de "Extraños en un Tren" de Patricia Highsmith, del cual hicieron una película. A partir de él me viene a la letra otro libro, del que vi su película, que en el nombre mezcla payazos y sardinas, esos dos libros deben haberme sembrado la curiosidad por lo inexplicable de la mente de un asesino serial, de los acertijos, de los enigmas. Pasión que me acercaría más adelante a otros excelentes escritos. Recordé al iniciar el párrafo, que en el colegio donde inicié mi primaria, los libros no eran los más emocionantes. Nos atiborraban las maletas con la colección de “torre de papel” de dónde recuerdo una nube de noviembre, una historia de una aldea Masai en las estribaciones del Kilimanjaro, y el enorme gozo de otra historia para niños que leyeron mis compañeros, que se desarrollaba en las islas del rosario, y cuyo título, ahora recuerdo, era: “La Campana en el Arrecife”, pero recuerdo, con bastante vanidad que llegados al sexto grado y con el mismo catálogo de libros yo me levante y le dije a la maestra Melba, que ahora debo recordar con más respeto que aversión, que yo quería leer la novela de Peter Benchley, Tiburón. Ella accedió. Hoy creo que pudo ser un momento importante en mi vida, de esos momentos que solo se ven con el tiempo, o quizá solo ponía en tablas esa lucha de la literatura por atraparme, que había sufrido un revés con mi profesora de matemáticas en cuarto grado, cuando me reprendió por leer en su clase y decomisó, muy a mi pesar, el libro de Tom Sawyer.
Luego la historia de empieza a enredar. Recuerdo al Fantasma de Canterville, más por alguna canción que por sus letras. Luego conocí los libros amarillo y purpura que traían sendos resúmenes y análisis de los libros que debía leer. Algunas calificaciones de los controles eran exageradamente altas; otras, implacablemente justas. Pasé por la obligada María, recuerdo a Mayo, el perro; La Manuela y El Moro, cuyo primer capítulo es estupendo y lo intente dos veces y no pase de él; Huasipungo, que me acercó a ese dialecto de la casa paterna, de mis antepasados. En esa época conocí el Llano en Llamas de Rulfo, y me dejé atrapar por Pedro Paramo. No lo leí sino la tarde anterior al examen, pero lo repetí inmediatamente después. Reposa hoy en mi biblioteca. Luego seguí por otra senda de la que quiero rescatar un libro llamado el arte de matar, tal vez brasilero o portugués, no sé más. Un amigo lo leyó, recuerdo o creo recordar que me lo prestó un momento, leí las primeras páginas y me pareció fascinante: enseñaba como empuñar y usar un cuchillo certeramente. Vuelvo a hilarlo con las letras que más me apasionan hoy, de cuchilleros y oscuras estancias.
Leí teatro. Pero entonces se me presento el primer libro que me heló la piel, que me atrapó indeciblemente: On the Road en edición traducida al español y publicada por Anagrama, con un retoque de una foto que a la postre supe, era de su protagonista y su gran amigo: Paradise y el viejo Dean. Relecturas subsiguientes y consecutivas han hecho de este libro, mi primer libro de culto, poseo hoy mi primer ejemplar, otorgado infelizmente por J, mi profesor aquella vez y una edición del año 91 por penguin books, comprada por mi hermano en NY, cerca de la universidad de Columbia, donde estudió su escritor: por mucho, el mejor regalo que me ha dado mi hermano. Este libro me llevó a leer el Aullido de Allen Ginsberg del que no tengo ni un ejemplar ni un recuerdo. De ahí salté al abismo de Burroughs, al escandaloso, delirante y extraño mundo de Rosa Pantopón y la interzona; ni el libro ni la película los he podido completar. De la película huí tras innumerables horas de proyección, una noche cualquiera durante mis estudios universitarios; del libro, cada vez que paso de la introducción.
El mismo maestro me empezó a mostrar algunos ensayos o cuentos; era muy ignorante entonces. Leí primeo la historia de un tipo que había escrito, de propia inspiración, la historia del ingenioso hidalgo, Don Quijote de la Mancha, siglos después de la primera versión de Cervantes, con total ingenuidad de la primera, con mayor arte y en una empresa aún más loable. Luego leí una historia de un deseo: Terminar una obra de teatro, durante un año más de vida, otorgado al momento de salir de los fusiles los proyectiles que cegarían la vida del artista: Jaromir Hladík. Siguió pasnado el tiempo, indomable; siguieron los libros, Tolkien, King, Kundera, Benedetti, Saramago, Kafka, antes estuvo Camus con su extraño personaje, cantante de una muerte a un árabe; Hawking, Kurzweil, Samper, Eco, Márquez.
Debo referir dos hechos más. La Identidad la leí en un lapso de una semana, su dueña lo requería para un viaje, yo lo hurté y lo leí velozmente, no por afán, por puro gusto. Me encanto la historia sencilla y natural de una pareja que termina su relación, que recuerdan algún beso, que recuerdan todo, antes de decir adiós y despertar. Mi hermano volvió a aparecer en la historia, recomendó que leyera El Túnel, carísimo error. El lunes conocí a Castel, supe que lo habían condenado por el crimen que develé el jueves de esa misma semana; yo también tenía a mi María, Intenté seguir con Héroes y Tumbas pero no lo logré. Tuvo que pasar un tiempo y algún otro libro antes de poderlo abordar; me dejó un vértigo incesante en cada página, la vida fue distinta desde entonces. Recordé, como lo hago ahora, que había leído antes La Resistencia, y que ahora sabía que debía hacerlo con fuerza. Finalmente, casi enseguida, le di trámite a Abaddón para exterminar ese como exorcismo que fue pasear por sus dominios. Considero que es de lo mejor que he leído, lo más cercano a la realidad.
El otro hecho es con Coelho. Siento una aversión patológica con todo lo relacionado a estudiar. Por favor no confunda estudio con aprendizaje, hoy considero que son dos cosas extremadamente alejadas. Coelho siempre tuvo para mí ese aire a doctrina, ese sentido de enseñar a toda costa, esa sensación de cátedra de 2 en algún soporoso salón de mi facultad. Encontré en la mesa de centro de mis abuelos la primera edición de un libro. Su prologo hacía alusión a un viejo Belga en Francia que conocía a Coelho y le agradecía, y a un Coelho temeroso por su responsabilidad. Un prefacio de algún extracto de la biblia y un inquietante inicio: Erase una vez una prostituta llamada María. Tardé once minutos en desvestir a mi puta y la perdí para siempre. Alguna vez por un puñado de monedas volvió y se fue con otra. No la he vuelto a ver. Luego vino Veronika y comprendí que María era la protagonista de la única novela de Coelho que podría gustarme, porque es tan historia, que no da espacio para la cátedra.
Hay otro secreto, pero no lo escribiré, ya marco tres páginas y no deseo abusar de su paciencia. Espero empezar a desnudar aquí cada libro que leí. El orden: agotar mi escasa biblioteca.
Sin motivo aparente III
Había pasado tanto tiempo
que había olvidado cómo era
que dolían las palabras de ella
Cuando hablaba dulce y alegre
no más, por no más
otra vez, cuando llovía en Bogotá.
Había pasado tanto tiempo
que había olvidado cómo era
pasar la tarde pensando en ella
Y ahora que no hay qué hacerlo
o peor, acaso no encuentro
un par de lagrimas haciendo fila
los besos que no he dado
los ojos que no me miran
los labios que han huido
P.D. “tangueando altaneros”
que había olvidado cómo era
que dolían las palabras de ella
Cuando hablaba dulce y alegre
no más, por no más
otra vez, cuando llovía en Bogotá.
Había pasado tanto tiempo
que había olvidado cómo era
pasar la tarde pensando en ella
Y ahora que no hay qué hacerlo
o peor, acaso no encuentro
un par de lagrimas haciendo fila
los besos que no he dado
los ojos que no me miran
los labios que han huido
P.D. “tangueando altaneros”
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